martes, 3 de agosto de 2010

La niña poeta

Dolibét está sentada en un banquito naranja hecho a su medida, con el cuaderno amarillo sobre las piernas y el lápiz en la mano.

Yo camino hacia ella y decido pararme a su lado. Me inclino para intentar leer qué escribe y olvido que es de mala educación y que ningún artista revela una obra antes de ser terminada. “Tadnsa inflamado corazón. Poético”
Antes de descifrar la primera palabra, me miró asustada y se llevó el cuaderno al pecho. Me mira. Me mira. ¿Me vendes un caramelo? Y su expresión cambió. Dos por treinta. Ya, entonces dame 6. Pero tengo cinco soles, ¿tendrás vuelto? Sí. Se demoró casi tres minutos en juntar las monedas. Había justo cuatrosolesdiez. Que se cobre un sol. Y junté las monedas en su mano. Contamos juntas y me dio el vuelto. Me senté, en un banquito inmenso y gris en el que ella se sienta cuando su mamá se cansa de estar parada.

Un chancho nos miraba desde su bolsa en el árbol. ¿Ese es tu chancho? Sí. Y cómo se llamaba. No tiene nombre. Pero cómo no iba a tener nombre. Si no tenía cómo hacía para llamarlo. Chancho nomás. Chancho se llamaba entonces. Chancho. Chancho. ¡Chancho! ¿Por qué no responde? Porque es de mentira pues. Dolibét ya sabía que los chanchos no vuelan.
Y qué estás haciendo. ¿Tarea? No, es un bloc nomás. Y qué escribes. Tirano. “Tirano corazón inflamado. Poético” Dolibét es artista. Y en el bolsillo yo tenía una pulsera que me regalaron otros niños artistas una vez en un colegio de Pachacamac. Si le gustaba. Si. Te la regalo. Y su expresión volvió a cambiar. Bordeé su muñeca e intenté hacer el nudo. No sabes hacer. Pero claro que sí. Soy una experta en nudos. Volví a fallar. Le gustaba que no supiera hacerlo. Lo sé porque cuando lo hacía mostraba sus dientecitos casi tan chuecos como los míos cuando era niña. Repetí el juego varias veces. Varias veces mostró los dientecitos. Hasta que lo logré.
Bueno, ya me voy. Cómo se llamaba. Dolibét. Y yo. Yo Merián. Cuida a chancho, ¿ya? Ya.

Dolibét sigue ahí, escribiendo poesía en su cuaderno amarillo con su pequeño tirano corazón inflamado, en Juan de Arona con Arequipa.

lunes, 26 de julio de 2010

La mujer de cara negra

Sábado veinticuatro de julio del dos mil diez. Diez y algo de la mañana.

Cruzamos la pista sin usar el puente y buscamos una combi que nos lleve a Grau con Abancay. Buscaba ropa payasa y antes de encontrarla la encontré a ella. O ella nos encontró.

Tenía la cara negra, un gorro viejo, ropa vieja (pero al menos se veía abrigada), los pies vendados y sandalias (sus pies no se veían tan abrigados). Estaba sentada en el paradero sobre un cartón. Para mayor comodidad, me imagino, extra confort.

Primero la vi y ella no me vio. Me acerqué, nerviosa. Que si había desayunado. Que no. Que ya venía, entonces. Dos quinuas y dos panes, uno con chorizo y uno con pollo le compramos. Le serví la quinua en el vaso y no se demoró nada en tomarlo. Así debía ser el hambre seguro. No sabía que decirle hasta que escupió algo. ¿Está con pepa? Pregunté y me reí. Es el clavo de olor que le ponen. Se ríe. Cuando dos personas se ríen todo está bien. ¿Qué le pasó en el pie? Pregunté sin reírme. Pero no miré su pie. Miré su rostro negro y sus ojos claros. Eran hermosos. Debe haber sido una mujer hermosa. Es una mujer hermosa, pero el mundo la ha puesto fea. Se le había infectado -el pie- de tanto caminar. Pero no le hizo caso, porque como la habían operado hace no mucho, seguro era de eso. (La operaron porque la atropellaron). Pero ahora lo tenía infectado. Materia me ha salido. Y por qué no va a un hospital. Por plata, no tengo. ¿Cuánto cuesta? Una amiga pagó la última vez y en la cola le dijo que cien soles, por la gaza, la venda y todo. ¿Cien soles? Miérda. Hasta para mí era bastante. Sírveme todo. Se acabó la quinua. Cuatro vasos. Si siempre estaba ahí. Sí. Excepto los domingos. A veces voy al grifo en veintiocho, la avenida. No pregunté por qué. Pero por eso no la había visto antes. Yo siempre vengo los domingos. Somos payasas. No entendió, creo.

Ya me tenía que ir, le dije. En realidad no tenía, pero ya era hora. No le prometí nada. Pero si me despedí, como se despide uno de un amigo. Ella sigue ahí, yo sigo acá. Yo no pude cambiar su mundo, sólo le di comida. Yo no sé como curar su pie. Hay gente que sabe, médicos, enfermeras, gente que cura. Por favor, curen su pie. Yo seguiré llevando comida. Conversando con ella. En la avenida Brasil, frente al hospital del niño.

El hombre

Cuando despertó, el hombre todavía estaba allí.

Adaptación al siglo veintiuno de "El dinosaurio" de Augusto Monterroso.